Carta a mis lectores

Mayo 8, 2020

Querides lectores,

Escribo esto desde el estudio de la planta baja de mi casa, en donde se encuentra mi escritorio y mi cómoda silla para escribir. Hay grandes puertas desde donde puedo ver hacia el jardín y hay libreros que contienen los libros con los que trabajo: libros sobre la campiña inglesa, el folclore, libros sobre escritura. Hay cajas llenas de ideas que he rechazado, trabajo antiguo, y hay ejemplares de los libros y obras que he escrito, en varias lenguas.

    Mi estudio es un pequeño mundo cerrado que hoy se siente más cerrado que nunca. Ahí paso mis días. Bajo temprano, cuando la luz aún cambia, y abro la ventana para escuchar a los pájaros fuera que parecen cantar más alto, ahora que los coches guardan silencio.

    En ocasiones escucho música, pero se me agota rápido la paciencia: apago la música y vuelvo a los pájaros.

    Mi estudio es mi mundo físico, pero es también mi mundo interior. Alberga literalmente la materia de mi cerebro, mis pensamientos que se vierten sobre papel. Esto, la carta que les escribo ahora, es verter mi pensamiento. Mi estudio, como yo, oscila entre el orden y el caos, la pulcritud y lo ingobernable. Hay algo de industrioso en esta habitación, de trabajo arduo, pero también hay creatividad, una interminable marcha de ideas.

    Esta habitación no fue siempre mi estudio. Alguna vez fue la habitación donde jugaban mis dos hijos. He vivido en esta casa durante 23 años, y ha sido el centro de mi vida doméstica. He cocinado todo este tiempo en la misma cocina, cultivado vegetales en el mismo palmo de tierra. Conforme mis hijos crecían, balanceaba mi vida doméstica y una vida más pública. Recuerdo intentar con desesperación hablar por teléfono mientras gritaban. Recuerdo fingir que todo transcurría con normalidad, que mi casa no estaba llena de niños. Pero esas dos personalidades ahora han colisionado. Se ha derrumbado toda pretensión: las reuniones se llevan a cabo desde estudios, recámaras, cocinas. Lo público y lo privado se ha fusionado ante nuestros ojos.

    Cuando termino de trabajar cada tarde, me junto con mi pareja e hijo a ver un episodio más del maravilloso documental sobre Vietnam de Ken Burns y Lynn Novick. Lo miro con fascinada desolación y me pregunto: ¿qué cosa es esto de la guerra? Donde se les ordena a jóvenes que odien y maten. Es raro ver un rostro de mujer en la pantalla, y cuando aparecen, es porque son víctimas.

    Todos nos preguntamos qué pasará tras la “guerra” contra este virus: ¿aprenderemos algo o regresaremos al capitalismo rampante y sin regulaciones? ¿Son capaces los seres humanos de volverse más sabios y amables? Y existe otra pregunta que la gente comienza a hacerse: ¿se han aproximado a la crisis las mujeres en posición de liderazgo desde un ángulo distinto al de los hombres?

    Parecerían hablar en un tono distinto, que no es de guerra ni de batalla, sino de preocuparse por la propia población. Están menos pendientes de lo que hacen los demás líderes y de cómo se presentan frente al mundo. Les importa menos “quedar en vergüenza”. Comprenden que las fronteras entre hogar y trabajo no son tan rígidas, que todos somos humanos y que hacemos lo mejor posible. Es sumamente conmovedor oír a una mujer dirigirse a los niños de una nación. Esto no las convierte en personas más presas de sus emociones: la conducta implicada en enviar hombres jóvenes a la guerra está dominada por las emociones, y los desvaríos de un líder político acorralado en una conferencia de prensa, esos sí que están conducidos por sus emociones.

    Me pregunto qué pasaría si tuviéramos un mayor número de mujeres en posiciones de liderazgo político. ¿Sería diferente el mundo? Me hice esta pregunta hace unos meses, cuando la posibilidad de que todo el mundo entrara en confinamiento era simplemente una idea de trama para una película, y fui apabullada, acusada de ser demasiado inocente, de no comprender cómo funciona el mundo. El mundo como es. El mundo que no cambia.

    El estudio desde donde escribo esto, mi pequeño mundo cerrado, está en el centro de mi hogar. No fue siempre mi estudio. En algún momento fue la habitación donde jugaban los niños, y en algún momento fue el mundo de sus fantasías. Ahora es mío. Los espacios pueden cambiar y adaptarse, y los seres humanos pueden cambiar y adaptarse, más de lo que admitimos. El cambio es posible.

    La luz de mi habitación ha cambiado conforme escribo este último párrafo para mis lectores. Durante el tiempo que llevo escribiendo esto, ha salido el sol y la luz entra por el cristal teñido de rojo y brilla en mis ojos. El día ha realmente comenzado. Mi mundo aquí es pequeño y contenido, pero me consta lo siguiente: el año pasado, en las primeras horas de la madrugada, me levantaba de la cama a escribir mientras mi mente aún estaba en un estado medio dormido, en el que me es más fácil situarme en paisajes imaginarios. Bajaba la escalera y me sentaba aquí, en mi silla, en la que estoy sentada ahora, y cuando miraba afuera aparecían tres estrellas luminosas, más luminosas de lo habitual. Pero no eran estrellas, era una rara alineación de tres planetas: Marte, Júpiter y Saturno. Es increíble lo que se puede apreciar desde un pequeño mundo doméstico.

    Nos volveremos a encontrar, querides lectores.

    Un abrazo,

    Nell



 

Traducción de Eduardo Rabasa

 

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